Mi querida Adela,
Quiero contarte despacito y con buena letra todo lo bonito y emocionante que he vivido este fin de semana.
Lo que en un principio me imaginé como una excusa-escenario para meterme con papá, los dos juntos, a probar cosas en un código que yo conocía (el teatro), ha resultado ser un lugar desconocido para los dos, y en el que me he zambullido casi sin darme cuenta, hasta unos niveles muy profundos de mi interior, para descubrir un sinfín de cosas que no tenía previsto ni vislumbrar.
Las circunstancias han reunido a 8 personas en torno a un estuche lleno de lápices de colores y papeles, 8 desconocidos unidos por un hilo invisible, un móvil común: el hablar en público. Aunque la esencia de este encuentro ha sido precisamente descubrir que ese móvil es algo totalmente distinto para cada uno, que el «contenido» de esa palabra es algo radicalmente diferente para cada uno; por lo que el único elemento que teníamos en común era el lenguaje, la expresión, la convención que alberga la fórmula «hablar en público».
Hemos dibujado qué significa para nosotros. Le hemos puesto colores, formas y texturas. El mío es así:
Yo subida a un pedestal finísimo, llevando zapatos de tacón, y frente a un abismo abierto, subida en lo alto de una montaña. Sintiendo frente a mí un foco de luz potentísimo, con sus rayos incidiendo sobre mi cuerpo, rayos con distintas intensidades e intenciones, cada color un mensaje, sobre diferentes partes de mi cuerpo. Mis manos son enormes, porque no pueden pasar desapercibidas, se mueven como si fuesen colosos, con fuerza desmedida, con torpes trayectorias. Y lo acaban tocando todo, removiendo el aire y agitando mis palabras.
Después le pusimos nombres, a esas imágenes. A mí me inspiraban indefensión, inestabilidad, EXPOSICIÓN, estar expuesta irremediablemente a algo mucho más fuerte que yo, como a un viento huracanado y gélido en la montaña, un foco hijoputa que me diese con su luz en la garganta (acallándome la voz), en las rodillas para desestabilizarme y los ojos. Y con una música inspiradora de fondo, fueron saliendo ideas mucho más profundas, como mi disposición a escuchar, el miedo a que me rebatan y el no saber contestar; y quizá el más importante de todos: mi propio juicio. Yo misma juzgando cómo lo estoy haciendo, yo misma señalándome con el dedo y poniéndome a examen, como la más dura de los jueces posibles.
Después de esta inesperada introducción (tan filosófica, como a mí me gusta), el profesor, un tipo alto y corpulento, pero con manos y mirada cálidas, nos dijo que pensáramos en figuras que fuesen para nosotros referencias en esto de hablar en público.
Yo no pensé en nadie famoso. ¿Adivinas a quién recordé? A Guido Schmidt, mi querido compañero alemán de Tecnoma, este semi-ídolo que nació para mí en aquel pueblecito de Segovia, cuando le vi dirigir un debate con unos 50 abuelillos y abuelillas, enzarzados en sus peleas por las lindes de los caminos y por los pájaros que podían cazar.¡Qué carisma, el de este Guido! Nada que ver con su altura (que le ayuda), sino con una especie de magia en su voz y en sus gestos que lo hacen irresistible, firme, dinámico, sincero.
Ese fue el siguiente paso: describir qué 5 rasgos eran característicos de esa persona, que admirábamos especialmente. Y teníamos que pensar también cómo lograba tener esos rasgos, qué hacía para conseguirlos, para proyectarlos.
Guido para mí es RIGOR y precisión en el habla, SENSIBILIDAD para escuchar y estar atento a su público, DINAMISMO para mantener su atención a cada segundo, CAPACIDAD DE SÍNTESIS para decir lo que verdaderamente quiere decir, CREATIVIDAD en forma de espontaneidad y frescura, y CARISMA por su capacidad de «deslumbrar». Y entonces hicimos lo correspondiente con los colores: dibujar cómo es todo esto para nosotros:
La cosa se ponía interesante.
Mientras hacíamos todo esto, a una hora de haber empezado, yo observaba a papá. Por momentos temía que estuviese entrando ya en su caja de preconceptos y hubiese empezado a sacar etiquetas para ponérselas a todo (este tío es un místico, este curso va a ir por aquí, lo que nos va a decir va a ir por allá, etc.). Pero en el instante siguiente, le veía dibujando con energía, con ilusión en sus manos. Así que yo también me zambullí en la magia que estaba empezando a gestarse, con la ilusión de ir a compartir todo eso con él.
El siguiente paso fue escribir cómo nos sentimos, en conclusión y a la luz de lo que vemos que admiramos en ese «Guido» de cada uno, respecto a hablar en público. Y acto seguido, detectar las necesidades que nos han movido a hacer este curso. Yo escribí varias, pero la que me parece más bonita fue trabajar el miedo al desacuerdo, a que me lleven la contraria, a las opiniones distintas a las mías, a los gestos de desaprobación y «miradas de entrecejo».
Hecho esto, nos propuso que escribiéramos cómo nos hacían sentir los demás compañeros del curso (incluido él), desde la perspectiva de que iban a ser nuestros espectadores durante todo el fin de semana. A sabiendas de que no nos conocíamos de nada, y que las impresiones que tuviéramos de los otros podrían estar basadas totalmente en prejuicios, hicimos ese esfuerzo de escribir «¿qué me inspira esta persona? ¿Qué tipo de espectador creo que va a ser?». Maravillosa reflexión, que luego contrastaríamos más tarde.
Y aquí llegó la primera gran pregunta: ¿Y AHORA QUÉ HAGO YO CON LO QUE SIENTO RESPECTO A ESTE ESPECTADOR? Si pudiera usar de forma favorable para mí eso que siento que me inspira la persona, ¡sería genial! De hecho, todavía podemos ir más allá: según me sienta yo HOY, así podré tratar de promover un escenario que me sea favorable, considerando incluso el qué me inspiran estos espectadores.
Un ejemplo: el profesor venía enfermo, llevaba con gripe varios días, estaba débil y con poca energía. Decidió que lo mejor para él ese día, para sentirse lo menos expuesto y exigido por parte de sus espectadores, lo mejor sería separarlos físicamente (un público muy apegotonado da más miedo, en principio) y que no pudiesen hablar entre ellos (eso nos dijo al entrar), y además, tenerles ocupados haciendo algo, dibujando y escribiendo, de forma que no le mirasen directamente a él, a sus ojos (otra presión más que se evitaba). Además, se vistió con un jersey azul clarito de lana, que en su opinión, le daba una imagen cálida y acogedora, para inspirar «compasión» o empatía en nosotros.
Una especie de maquinote, este tío, ¿verdad?
El caso era eso: preguntarse ¿Cómo me quiero yo sentir entre este público? y lo más importante: ¿Qué tengo a mi disposición para conseguirlo, para procurarlo? ¿Qué disposición querría que ellos tengan para yo estar bien, y qué está en mi mano para lograr que adquieran esa disposición?
Esto se resume en algo precioso: permanecer en contacto continuo con lo que siento a cada momento, y tratar de respetarlo. Es cierto que no dependo sólo de eso, hay un marco y unas limitaciones como el lugar, la gente, las cirscunstancias, que me condicionan. Bueno, pues yo trato de hacer lo que pueda con ellas, es decir, dentro de los límites que ellas me marcan, yo consigo adecuarlas a mi favor.
«Usemos lo real, lo que hay ya, hagamos sitio a eso. Utilicémoslo para buscar cosas.»
«Aprovecho cada ocasión para firmarme, es decir, cada vez que me llega esa oportunidad, la aprovecho y la suo, porque eso me da solvencia, aporta la visión de alguien que tiene algo que decir.»
Aquí papá habló y dijo, con esas frases sentenciosas suyas, algo como: «sí, lo mejor es ir con mucho tiempo de antelación al sitio, mirar bien cómo es la sala, el micrófono, el atril, probar el powerpoint, etc.» Ante lo que el profesor dijo: «cada uno debe saber qué es lo mejor para él, identificar cuáles son mis necesidades (las de papá son controlarlo todo con anterioridad), asumir que son mis necesidades (aceptarlas, aceptar que tengo limitaciones, que no soy un todoterreno, que llego hasta aquí) y averiguar qué hay detrás de esas necesidades (qué valores me mueven para querer controlarlo todo -en el caso de papá, por ejemplo-: quizá sea el valor del rigor).
¡Qué panorama más inspirador! ¿verdad?
Las siguientes tres preguntas se pusieron sobre la mesa:
1. ¿Cómo hago yo ahora, en este taller? ¿Qué herramientas estoy ya utilizando?
2. De acuerdo a cómo soy yo, ¿Cómo podría mejorar, por dónde podría tirar?
3. ¿Cuánto de lo que hago y haré aquí, en este taller, podría usarlo después?
Yo percibo que, ante todo, trato de ser espontánea, natural, lo máximo posible, en cierto grado divertida (aunque sólo un poco) con el fin último de la empatía con el otro. También trato de desnudarme, de hacer ver mi miedo, de enseñarlo -aunque no a puertas abiertas, tampoco- pero sí de algún modo mostrar mi debilidad para justamente apelar a la empatía del que me escucha, para que por un lado se relaje, se sienta frente a alguien «humana», alguien con sus limitaciones, como cualquier otro; y por otro, para que no sea demasiado exigente conmigo, para que parta de un listón quizá ligeramente inferior a la hora de juzgarme.
Como me importa mucho esta empatía, pienso que podría proponerme enfatizarla, buscarla activamente (sin forzarla, claro!). Podría preguntar más al público, hacerles más mis cómplices. A aquéllos que me mirasen con hostilidad, no trataría de «reconquistarles», los dejaría estar sin más. Me imaginé a mí misma saliendo a dar la mano a todo el mundo y saludarles con una mirada cálida.
Y así es como hice. En ese momento, después de reflexionar en torno a estas tres preguntas, cada uno de nosotros hizo su «presentación en público». Hablamos delante de los demás sobre los trabajos que habíamos hecho hasta ese momento: los dibujos, los modelos en los que habíamos pensado, los aspectos que nos gustaban de ellos, los valores que admirábamos más, etc.
Y antes de ponerme a hablar, lo primero que hice fue levantarme y saludar a todos con una mirada cálida y un apretón de manos tranquilo. Fue genial.
Después de esta ronda, en la que nos compartimos por primera vez, pareció como si nos conociésemos desde hacía mucho tiempo. Cada uno expresó sus mayores miedos, la primera palabra que cada uno dijo delante de los demás fue algo muy profundo de su personalidad y de su historia personal. Me pareció que era algo hermosísimo compartir tanta intimidad con aquellos desconocidos.
Una chica dijo algo precioso: «El comienzo, ¡ojalá no existiera! Ojalá no hubiera un foco de atención sobre mí, y todos llevásemos ya un rato inmersos en un ambiente común, en el momento de yo empezar a hablar». Para ella, parecía existir igualmente ese foco gigante que le cegaba los ojos, como el de mi dibujo.
Y tras aquella exposición de cada cual, el siguiente ejercicio fue pensar:
¿Qué cosas positivas he visto en esta persona, en su proceso de hablarnos a todas?
Si yo fuera ella, o él, ¿en qué trabajaría? ¿Qué creo que le sería útil o que le ayudaría más?
Y ahí fuimos dándonos mutuamente la opinión que esa breve intervención nos había causado. Fue un primer ejercicio de observación y de reflexión, que por supuesto, podía estar todavía muy condicionado por prejuicios, pero que resultó ser una referencia preciosa para al día siguiente comparar con los resultados obtenidos. Nuestras primeras impresiones no se diferenciaron mucho de las finales.
Me gustó nucho escuchar lo que la gente opinaba de papá. Emilio, extrabajador de un banco y actualmente profesor de yoga y meditación, le había dicho en esa primera ronda donde compartimos la primerísima impresión que nos habíamos causado, que le parecía una persona «cristalizada». Es decir: que ya tenía asentadas todas sus ideas sobre la vida, y que a priori tendría poca flexibilidad para cambiarlas o reconsiderarlas. Sin embargo, después de escucharle hablar delante de todos, Emilio ya pudo apreciar su pasión por lo que hace, su entrega y su dinamismo. Qué pena que no tomé nota de todo lo que le dijeron, ya he olvidado mucho… Pero sé que me gustó.
Después, el profesor nos señaló la importancia de asumir «el nivel resolutivo», de ponernos en él. Es decir, que la palabra tiene el poder de, sin necesidad de desconectarte de tus emociones del todo, colocarte en el modo operativo, resolutivo, el más comunicativo posible. Con pensar lo que vas a decir, no estás en ese modo, es preciso que empieces a hablar. Y esto sería lo necesario para comunicar, tanto más cuanto más introspecta sea yo. Algo así como «llamar al cerebro a su parte más analítica, el hemisferio izquierdo, y quitarlo un poco de lo más emocional».
Esta intervención era la primera de otras que vendrían en una clave un tanto misteriosa (ya sabes: «esotérica» para papá), relativas a las conexiones entre la parte emocional y física-neuronal de nuestra naturaleza. Quizá tú sí hayas estudiado más estos aspectos en tu carrera, y sepas más… Para nosotros fueron sorprendentes, cuanto menos.
Después del descanso de la comida, que también pasamos juntos, hicimos el siguiente ejercicio. Nos metimos solos cada uno de nosotros en la sala, que cuenta con un espejo, y probamos a hacer cosas, sin la inhibición que nos causaba la presencia de los demás. Se trataba de probar a ver nuestra imagen en esta o aquella posición, con este o aquel gesto, con el fin de probar, de ensayar, de encontrar aquéllos que nos sirven para desarrollar nuestra Presencia, nuestra Empatía y nuestra Proyección.
Yo descubrí que mi gestualidad es importante para mí, que permitírmelo me da libertad. El profesor lo dijo aún más hermoso: «has descubierto que es bueno para ti acoger tu amplitud«, hacerla grande, para darle fluidez, y encontrar la zona de consonancia contigo misma, la zona de confort.
El espectador espera que lo que le cuente vaya «avalado» por mí misma, que estoy realmente conectada con eso que voy a contar. De ahí la importancia de encontrar tu zona de confort.